La Marea de Diciembre en el Orzán

🌊 La Marea de Diciembre en el Orzán

El viento de diciembre soplaba con la furia helada que solo la costa gallega sabe entregar. Para Iago, el surf era más que un deporte; era la respiración de su alma y el Orzán, en A Coruña, era su catedral. Llevaba semanas observando el Atlántico, un mar que parecía contener un secreto oscuro. Ese día, el oleaje no era solo grande, era una pared de agua rugiente, un desafío que pocos se atreverían a aceptar.

Eran las tres de la tarde. Las olas golpeaban el dique con una fuerza sorda y las banderas rojas ondeaban en la playa advirtiendo de la prohibición de bañarse. Iago, con su neopreno empapado y la tabla bajo el brazo —una belleza azul y blanca llamada «Odisea»—, sintió el hormigueo habitual de la adrenalina mezclada con el miedo.

«Ni se te ocurra, Iago. Es una locura,» le gritó un pescador desde el paseo.

Él solo sonrió, un gesto de desafío a las leyes de la física, y se lanzó al agua helada.

🔱 El Encuentro con el Monstruo

Al principio fue una euforia salvaje. Remó con toda su fuerza, superando las rompientes hasta llegar a la «zona verde». Esperó la ola perfecta. Y entonces, llegó. No era solo una ola; era un monstruo de espuma y salitre que se alzaba más de cinco metros, oscura como el fondo marino.

Iago se deslizó por su cresta por un instante eterno, sintiendo la velocidad pura. Pero la alegría se convirtió en pánico cuando el labio de la ola colapsó sobre él con la violencia de un camión. La «Odisea» fue arrancada de sus pies.

De repente, el mundo se redujo a la oscuridad, el ruido ensordecedor de la presión y la sensación de ser una prenda en una lavadora gigante. El mar lo arrastró, lo golpeó contra la arena del fondo y lo dejó sin aliento. Luchó por encontrar la superficie, pero la corriente de retorno, fría e implacable, lo succionaba hacia el abismo.

El pánico se instaló en su pecho como hielo. Supo, en ese momento de lucidez aterradora, que iba a morir allí, en su propia playa.

💨 La Batalla por la Vida

En un último acto instintivo, logró patalear hacia arriba, sintiendo cómo se desvanecía el oxígeno. Justo cuando pensó que no podía más, su mano rozó algo: un salvavidas lanzado por el pescador que lo había advertido. Se aferró a él con la fuerza de un náufrago.

Cuando el equipo de rescate logró sacarlo del agua y subirlo al paseo, Iago no era más que un amasijo tembloroso y azul. Estaba vivo, pero derrotado.

Lo único que faltaba era la «Odisea». Su tabla, su compañera de aventuras, había sido devorada por la furia del Atlántico. La dio por perdida, un peaje trágico pagado al mar de diciembre.


🗽 El Eco Transatlántico

Casi un año después, en una fría mañana de noviembre, Iago recibió un correo electrónico enigmático. Era de una pareja de ambientalistas de Long Island, Nueva York.

El mensaje decía, en un inglés atropellado: «Hemos encontrado una tabla de surf muy dañada en la orilla de Rockaway Beach. Tiene un nombre escrito a mano en el lateral, Iago, y el nombre ‘Odisea’. ¿Podría ser suya?«. Adjuntaban una foto: allí estaba, rota y desgastada por los miles de kilómetros de viaje, pero inconfundiblemente, su tabla azul y blanca.

La «Odisea» había sido recogida por la poderosa Corriente del Golfo y, contra todo pronóstico, había cruzado el vasto océano, desde las frías aguas del Atlántico gallego hasta las costas de Norteamérica.

Iago nunca fue a buscarla. La tabla ya no era solo una tabla; era el recordatorio físico de su arrogancia y de la inmensidad del mar. La dejó como un monumento flotante a la supervivencia y al poder de las corrientes marinas. Había aprendido la lección: el mar da, pero también quita, y a veces, lo que te quita, lo envía al otro lado del mundo para recordarte que la vida, como una ola, nunca se detiene.

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