Las Dos Orillas del Mero

Esta es la historia de Las Dos Orillas del Mero, una fábula sobre el esfuerzo paralelo, el silencio y la ironía de la falta de comunicación.


El Gran Silencio del Miedo

Hace muchos años, una crecida histórica del río Mero destruyó todos los puentes que conectaban ambas márgenes. Con el tiempo, el aislamiento alimentó la desconfianza. Los de la Orilla Norte (Culleredo) empezaron a creer que los de la Orilla Sur (Cambre) eran gigantes hostiles, y viceversa.

Ambas poblaciones decidieron que la única forma de prosperar sin depender de sus vecinos era mirando hacia el mar, hacia la ría, ignorando por completo lo que ocurría al otro lado del espeso bosque de ribera.

El Sueño del Progreso Solitario

Sin hablarse, y movidos por la misma necesidad de comerciar con el mundo exterior, ambos pueblos trazaron el mismo plan: construir el puerto más grande jamás visto en Galicia.

  • En la Orilla Norte: Durante veinte años, trabajaron día y noche. Vaciaron canteras, tallaron bloques de granito monumentales y crearon un muelle que parecía una ciudad flotante. Lo llamaron el «Puerto del Orgullo».
  • En la Orilla Sur: Hicieron exactamente lo mismo. Sus ingenieros diseñaron grúas de madera reforzada y almacenes capaces de guardar el grano de toda una década. Lo llamaron el «Muelle de la Esperanza».

El Encuentro Inevitable

La niebla del Mero era tan densa que ocultaba las obras. Los martillazos de una orilla se confundían con el eco de los de la otra. Pero un verano de sequía extrema, el nivel del río bajó tanto que la vegetación se retiró y la bruma se disipó por completo.

Un lunes por la mañana, los alcaldes de ambas orillas salieron a sus respectivos malecones para la inauguración. Al mirar al frente, se quedaron petrificados.

La Gran Ironía

No vieron una orilla enemiga o salvaje. Vieron un espejo de piedra. Apenas a unos cientos de metros de distancia, se erguía una infraestructura idéntica a la suya.

  • El problema: Ambos puertos eran tan grandes que habían estrechado el cauce del río hasta dejarlo casi impracticable.
  • El desperdicio: Habían gastado el doble de oro, el doble de sudor y el doble de tiempo.
  • La realidad: Si hubieran gritado una sola palabra a través del agua veinte años atrás, habrían construido un único puerto central, uniendo fuerzas y dejando espacio para que los barcos maniobraran con facilidad.

La Lección del Mero

Hoy en día, se dice que si paseas por el paseo fluvial, aún se ven los restos de aquellos dos muelles que nunca llegaron a recibir un barco grande, pues entre los dos no dejaron espacio para que el progreso pudiera navegar.

«El muro más alto no es el que se construye con piedra, sino el que se levanta con el silencio.»

R o c a d e L u n a

💎 El Fragmento de MoonRock: Una Historia de Autenticidad y Engaño
Hace siglos, en el corazón de un valle escondido, existía un diamante legendario conocido como MoonRock. No era famoso por su tamaño, sino por la cualidad etérea que poseía: se decía que imbuía a su portador con una vida de claridad, propósito y genuina satisfacción. Su poder residía en la verdad absoluta que representaba, guiando a quien lo llevaba a la vida que realmente debía vivir.

La Partición de la Verdad
MoonRock era demasiado poderosa para una sola persona, y sus guardianes, una pequeña comunidad de filósofos y artistas, decidieron que su poder debía beneficiar a todos. Con gran ritual, MoonRock fue partida en cientos de pequeños fragmentos idénticos, conocidos simplemente como Los Fragmentos de MoonRock.

La Tradición: Cada fragmento se entregaba solemnemente a un miembro de la comunidad al cumplir la mayoría de edad.

El Efecto: La vida de estos portadores floreció. No se hicieron ricos ni famosos automáticamente, pero cada uno encontró su verdadera vocación, construyó relaciones honestas y vivió con una profunda sensación de paz. La vida era buena porque era auténtica.

El Intercambio y el Ascenso del Engaño
Con el tiempo, la comunidad creció y se expandió a las ciudades. La demanda por la «buena vida» que ofrecían los fragmentos aumentó. Sin embargo, los fragmentos originales eran limitados.

Fue entonces cuando la comunidad, intentando ser inclusiva y mantener su promesa a los recién llegados, cometió un error crucial. Un joyero talentoso, bajo la presión de los líderes, comenzó a replicar los fragmentos. Estos eran visualmente indistinguibles de los originales, tallados con la misma precisión, pero carentes de la esencia mágica de MoonRock.

El Motivo: Se justificó como un «símbolo» para dar la bienvenida a los nuevos miembros.

El Protocolo: A los nuevos integrantes se les entregaba un fragmento, presentándolo como la misma fuente de la vida auténtica que disfrutaban los antiguos miembros.

La Vida de Ilusión
Al principio, el engaño funcionó. Los nuevos miembros, llenos de esperanza e imitando los protocolos de los portadores originales, parecían integrarse. Pero con el paso de los años, una diferencia sutil, pero devastadora, comenzó a surgir:

Vidas Huecas: Los portadores de las falsificaciones (sin saber que lo eran) construyeron sus vidas basándose en imitaciones del éxito de los demás. Persiguieron el trabajo que parecía satisfactorio en lugar del que realmente los llenaba.

Relaciones Superficiales: Sus amistades y relaciones estaban basadas en la apariencia de felicidad y éxito, careciendo de la honestidad profunda que los fragmentos verdaderos inspiraban.

El Ciclo de la Duda: Estaban constantemente persiguiendo el próximo objetivo, sintiendo un vacío persistente. No podían entender por qué, si tenían el «Fragmento de MoonRock,» su vida era una cadena interminable de logros falsos y una felicidad prestada.

Mientras los portadores de los fragmentos originales vivían en la luz de la verdad, sus nuevos vecinos, portando las bellas y engañosas réplicas, estaban atrapados en una vida de engaño, un ciclo de imitación y falsedad, siempre cerca de la verdad, pero nunca tocándola.

El Fragmento de MoonRock se convirtió en una trágica lección: no es el símbolo lo que importa, sino la verdadera esencia que representa. Cuando la verdad se falsifica, la vida que se construye sobre ella, por muy brillante que parezca, es solo una ilusión.

AuroraTel

Cuando AuroraTel absorbió a la empresa eléctrica Lúmina, el gobierno celebró la fusión como el nacimiento de la primera infraestructura total. Energía y comunicaciones unificadas bajo una sola lógica, un solo centro de mando. La promesa era simple: eficiencia absoluta para toda la población.

La realidad fue otra.

AuroraTel redefinió el concepto de protocolo. Ya no se aplicaba solo a los empleados, sino a toda la sociedad. Había protocolos de uso, de permanencia, de comportamiento. Protocolos para hablar, para desplazarse, para conectarse. Nadie los conocía por completo; solo sabían cuándo los habían infringido.

Los empleados fueron los primeros en comprenderlo. Sus credenciales no solo abrían puertas: medían obediencia. Un retraso injustificado. Una orden cuestionada. Un silencio mal interpretado. Los despidos dejaron de existir; simplemente había “incidentes”. Escritorios vacíos. Terminales apagadas. Familias informadas de un “fallo eléctrico”.

Luego empezó a ocurrir en las calles.

Personas que caían en sus hogares, cerca de routers, terminales públicas o simples dispositivos domésticos. AuroraTel insistía en que eran accidentes inevitables de una red compleja. La palabra electrocución nunca aparecía. Solo desconexión permanente.

Con el tiempo, la población entendió el mensaje sin necesidad de explicaciones.
No hacía falta saber cómo. Bastaba saber cuándo.

Las ciudades se volvieron silenciosas. La gente hablaba menos, se movía menos, pensaba menos. La obediencia se convirtió en un instinto. Los dispositivos, antes símbolos de progreso, eran ahora recordatorios constantes de vigilancia. Nadie sabía si estaba siendo observado, pero todos actuaban como si lo estuvieran.

AuroraTel no necesitaba violencia visible. El miedo era automático, integrado, distribuido como la energía misma. La empresa decía no gobernar, pero dictaba el ritmo de la vida. Decía no castigar, pero decidía quién seguía conectado.

El colapso llegó tarde y mal. Cuando los archivos internos salieron a la luz, ya no importaba. La población estaba demasiado acostumbrada a obedecer. Aunque AuroraTel fue disuelta y sus directivos juzgados, la infraestructura permaneció. Nadie sabía cómo apagarla del todo.

Desde entonces, en los restos de aquella sociedad, quedó una advertencia grabada en muros y libros prohibidos:

El verdadero horror no fue que una empresa pudiera matar,
sino que enseñara a una población entera a vivir como si eso fuera normal.

Las eléctricas & telecomunicaciones

Hace décadas, AuroraTel era una empresa de telecomunicaciones admirada por su innovación. Sus redes conectaban ciudades enteras y su lema hablaba de “orden, eficiencia y progreso”. Con el tiempo, sin embargo, sus directivos llegaron a una conclusión peligrosa: la tecnología no solo podía comunicar… también podía disciplinar.

Cuando AuroraTel compró a Lúmina, una antigua empresa eléctrica nacional, el discurso oficial fue la sinergia. Comunicaciones y energía, decían, debían caminar juntas para construir un futuro inteligente. Lo que nadie imaginó fue que esa fusión daría lugar a un sistema de control sin precedentes.

AuroraTel impuso protocolos estrictos a empleados, contratistas y usuarios clave. No eran simples normas: horarios exactos, conductas monitoreadas, obediencia absoluta. Al principio, las sanciones eran administrativas. Luego, económicas. Finalmente, silenciosas.

Algunas personas comenzaron a morir en circunstancias extrañas. Siempre cerca de dispositivos de comunicación. Siempre catalogadas como “fallos humanos” o “accidentes eléctricos”. Los informes eran breves, fríos y repetían la misma frase: incumplimiento de protocolo.

Dentro de la empresa, nadie preguntaba. El miedo era más fuerte que la curiosidad. Afuera, la gente empezó a desconectar equipos, a cubrirlos, a desconfiar de la tecnología que antes celebraban. Las calles se llenaron de rumores y las redes —irónicamente— de denuncias.

Todo se derrumbó cuando una ingeniera, incapaz de seguir callando, filtró documentos internos. No explicaban cómo funcionaba el sistema, pero sí por qué: la empresa había decidido que la obediencia valía más que la vida. Que la infraestructura podía usarse como castigo. Que el control era más rentable que la confianza.

AuroraTel cayó en cuestión de semanas. Juicios, quiebras, prohibiciones internacionales. Pero el daño ya estaba hecho.

Desde entonces, la historia se enseña en universidades y foros de ética tecnológica con una sola lección clara:

Cuando una empresa confunde poder con derecho, la tecnología deja de servir a las personas y empieza a perseguirlas.

La Marea de Diciembre en el Orzán

🌊 La Marea de Diciembre en el Orzán

El viento de diciembre soplaba con la furia helada que solo la costa gallega sabe entregar. Para Iago, el surf era más que un deporte; era la respiración de su alma y el Orzán, en A Coruña, era su catedral. Llevaba semanas observando el Atlántico, un mar que parecía contener un secreto oscuro. Ese día, el oleaje no era solo grande, era una pared de agua rugiente, un desafío que pocos se atreverían a aceptar.

Eran las tres de la tarde. Las olas golpeaban el dique con una fuerza sorda y las banderas rojas ondeaban en la playa advirtiendo de la prohibición de bañarse. Iago, con su neopreno empapado y la tabla bajo el brazo —una belleza azul y blanca llamada «Odisea»—, sintió el hormigueo habitual de la adrenalina mezclada con el miedo.

«Ni se te ocurra, Iago. Es una locura,» le gritó un pescador desde el paseo.

Él solo sonrió, un gesto de desafío a las leyes de la física, y se lanzó al agua helada.

🔱 El Encuentro con el Monstruo

Al principio fue una euforia salvaje. Remó con toda su fuerza, superando las rompientes hasta llegar a la «zona verde». Esperó la ola perfecta. Y entonces, llegó. No era solo una ola; era un monstruo de espuma y salitre que se alzaba más de cinco metros, oscura como el fondo marino.

Iago se deslizó por su cresta por un instante eterno, sintiendo la velocidad pura. Pero la alegría se convirtió en pánico cuando el labio de la ola colapsó sobre él con la violencia de un camión. La «Odisea» fue arrancada de sus pies.

De repente, el mundo se redujo a la oscuridad, el ruido ensordecedor de la presión y la sensación de ser una prenda en una lavadora gigante. El mar lo arrastró, lo golpeó contra la arena del fondo y lo dejó sin aliento. Luchó por encontrar la superficie, pero la corriente de retorno, fría e implacable, lo succionaba hacia el abismo.

El pánico se instaló en su pecho como hielo. Supo, en ese momento de lucidez aterradora, que iba a morir allí, en su propia playa.

💨 La Batalla por la Vida

En un último acto instintivo, logró patalear hacia arriba, sintiendo cómo se desvanecía el oxígeno. Justo cuando pensó que no podía más, su mano rozó algo: un salvavidas lanzado por el pescador que lo había advertido. Se aferró a él con la fuerza de un náufrago.

Cuando el equipo de rescate logró sacarlo del agua y subirlo al paseo, Iago no era más que un amasijo tembloroso y azul. Estaba vivo, pero derrotado.

Lo único que faltaba era la «Odisea». Su tabla, su compañera de aventuras, había sido devorada por la furia del Atlántico. La dio por perdida, un peaje trágico pagado al mar de diciembre.


🗽 El Eco Transatlántico

Casi un año después, en una fría mañana de noviembre, Iago recibió un correo electrónico enigmático. Era de una pareja de ambientalistas de Long Island, Nueva York.

El mensaje decía, en un inglés atropellado: «Hemos encontrado una tabla de surf muy dañada en la orilla de Rockaway Beach. Tiene un nombre escrito a mano en el lateral, Iago, y el nombre ‘Odisea’. ¿Podría ser suya?«. Adjuntaban una foto: allí estaba, rota y desgastada por los miles de kilómetros de viaje, pero inconfundiblemente, su tabla azul y blanca.

La «Odisea» había sido recogida por la poderosa Corriente del Golfo y, contra todo pronóstico, había cruzado el vasto océano, desde las frías aguas del Atlántico gallego hasta las costas de Norteamérica.

Iago nunca fue a buscarla. La tabla ya no era solo una tabla; era el recordatorio físico de su arrogancia y de la inmensidad del mar. La dejó como un monumento flotante a la supervivencia y al poder de las corrientes marinas. Había aprendido la lección: el mar da, pero también quita, y a veces, lo que te quita, lo envía al otro lado del mundo para recordarte que la vida, como una ola, nunca se detiene.

El precio del diagnóstico

📰 El Privilegio de la Salud: Crónica de la Sociedad Saneada

💀 Cuando la Cordura se Convierte en Deuda

A Coruña 30 de noviembre de 2025 En la distopía de Aethel, la salud dejó de ser un derecho y se consolidó como la mercancía más cara del mercado. La sociedad, tras una serie de reformas radicales y la total desmantelación del sistema público, se había rendido por completo a la égida de la corporación «Vita-Max», la cual controlaba cada aspecto del bienestar físico y mental de sus ciudadanos.

El mayor terror de un habitante de Aethel no era la enfermedad, sino el diagnóstico: la Certificación de Estado Saneado (CES).

El Precio de la Normalidad

Cada ciudadano, sin excepción, estaba obligado a someterse a la evaluación anual de Vita-Max. Este no era un chequeo médico al uso, sino un examen de solvencia moral y biológica. Si el sofisticado escáner y los algoritmos arrojaban el resultado de «Saneado» (es decir, perfectamente sano y funcional), el ciudadano se enfrentaba al verdadero escollo: la tarifa de certificación.

💰 Nota Crítica: El coste de la CES era astronómico. Estaba diseñado para ser inalcanzable para la inmensa mayoría de la población trabajadora, obligándolos a contraer deudas de por vida solo para pagar por el privilegio de ser declarados normales. La excusa oficial era que este alto precio financiaba la supuesta «investigación de vanguardia» y la «preservación del orden biológico».

Si pagabas, obtenías tu CES, mantenías tu empleo, tus derechos y tu estatus social.

La Condena del «No-Pago»: El Protocolo 734

El verdadero horror se manifestaba cuando el ciudadano no podía o se negaba a pagar la suma exigida. Independientemente de que los escáneres iniciales confirmaran una salud perfecta, la incapacidad de pagar la cuota de sano se interpretaba como un «Déficit de Responsabilidad Biológica».

Al instante, el individuo era catalogado como «Infestado» o «Riesgo Social Vivo». Su antigua vida desaparecía.

Se les inscribía en el Protocolo 734, una política de «tratamiento» supuestamente destinada a «reencauzar» la mente disfuncional que no valoraba su propia salud al nivel financiero requerido.

El tratamiento era una pesadilla psicológica:

  • Aislamiento Programado: Pérdida inmediata de empleo y derechos de reunión.
  • Terapia de Conciencia de Valor: Sesiones diarias obligatorias donde se les obligaba a observar la vida «saneada» que habían perdido.
  • El Castigo Físico como Disciplina: La parte más oscura del Protocolo 734 era la exigencia de autolesión ritualizada. Bajo el pretexto de «recordarle al cuerpo el valor de la integridad y el coste de la negligencia», los «Infestados» debían administrarse pequeñas, pero constantes, heridas supervisadas. Un pinchazo, un corte superficial diario. Era un pago físico por un defecto moral y económico.

El objetivo era doble: generar sumisión extrema y crear una justificación tangible y visible de su estatus de enfermo, confirmando la profecía de Vita-Max. Si eres Infestado, debes comportarte y parecer Infestado.

⛓️ El Círculo Vicioso de Aethel

La sociedad de Aethel se sostenía sobre este pilar de miedo financiero. Los que pagaban miraban con repulsión y desconfianza a los Infestados, convencidos de que su autolesión era la prueba de su verdadera enfermedad mental, no el resultado de una extorsión económica.

Vita-Max no solo vendía salud, sino que vendía la narrativa de la enfermedad. Creó un sistema donde no pagar el diagnóstico de sano te convertía, por decreto, en el enfermo. Y la única cura para esa «enfermedad» impuesta era, irónicamente, la autodestrucción controlada, un espectáculo macabro que servía de advertencia para todos: en Aethel, ser sano era un lujo; ser pobre, una patología.

La Gripe del Nilo Verde:

Cuando el Inesperado Enfrentamiento en un Invernadero Desató una Nueva Amenaza

El sol de poniente teñía de naranja el vasto invernadero de los hermanos Ferreira en las afueras de Almendralejo. Un aroma complejo flotaba en el aire: la dulzura terrosa de los tomates de la variedad «Corazón de Buey» se mezclaba, inusualmente, con la resina pungente de una cepa de Cannabis sativa «Purple Haze» que, por razones aún no del todo claras, compartía el mismo espacio. No era una coexistencia pacífica.

Manuela y Antonio Ferreira, agricultores de tercera generación, habían experimentado con el policultivo antes, pero nunca con una dicotomía tan marcada. Los tomates, por naturaleza, amantes de la luz intensa y el suelo nutritivo, parecían irritados por la sombra y los exudados radiculares de sus vecinos de hojas palmeadas. A su vez, las plantas de cannabis, habitualmente robustas, mostraban signos de estrés: hojas amarillentas, un crecimiento atrofiado y una sorprendente susceptibilidad a plagas que antes apenas las molestaban.

«Parece que se están declarando la guerra, Antonio,» murmuró Manuela una tarde, observando cómo las hojas de un tomate se curvaban, casi reptando lejos de una robusta planta de marihuana. «El aire aquí está denso, casi eléctrico. Ni las abejas se acercan con ganas.»

Lo que los hermanos no sabían, y que la ciencia tardaría meses en desentrañar, era que esa «guerra» subterránea y aérea estaba creando un caldo de cultivo insólito. El estrés biológico extremo al que estaban sometidas ambas especies, liberando compuestos volátiles defensivos y metabolitos secundarios en un intento desesperado por repeler a su «competidor», había creado un entorno químico y biológico nunca antes visto.

La Semilla de la Calamidad

En ese microclima de hostilidad botánica, un virus de la familia Flaviviridae, un pariente lejano de la fiebre amarilla y el dengue, se encontró con una oportunidad evolutiva única. Conocido comúnmente como «Virus del Nilo Occidental», este patógeno solía circular entre aves y mosquitos, con los humanos como huéspedes incidentales. Pero en el invernadero Ferreira, algo cambió.

Los mosquitos, atraídos por la compleja mezcla de feromonas de estrés emitidas por las plantas y las condiciones de humedad controlada, se convirtieron en vectores de un nuevo tipo. Sin embargo, lo verdaderamente alarmante fue que las esporas de un hongo saprófito, común en suelos húmedos y estresados, habían comenzado a interactuar con las micropartículas vegetales liberadas por las plantas irritadas. Estas micropartículas, ricas en las defensinas y metabolitos alterados, actuaron como un «vehículo» y «catalizador» para el virus.

El virus, expuesto a esta sopa bioquímica y transportado por las esporas fúngicas que, al ser inhaladas, podían penetrar más profundamente en el sistema respiratorio humano que los simples mosquitos, comenzó a mutar. No solo adaptó su capacidad de replicación, sino que adquirió una afinidad inusitada por las células epiteliales respiratorias humanas.

El Estornudo Fatal

El primer caso fue el de Antonio. Un resfriado persistente, que se convirtió en una tos seca, luego en fiebre alta y una fatiga extrema. Al principio, lo achacaron al cansancio de la cosecha. Después, los síntomas neurológicos comenzaron: una rigidez en el cuello, desorientación y, finalmente, un delirio febril que lo llevó al hospital comarcal. Los médicos estaban perplejos; no era gripe común, ni COVID, ni la versión conocida del Virus del Nilo Occidental.

Manuela fue la segunda. Y luego, varios trabajadores del invernadero. La diseminación fue rápida. Las esporas, imperceptibles, se habían adherido a la ropa, a los envases de los tomates, y se propagaron con el aire acondicionado de las casas y los vehículos.

La ciencia tardó semanas en conectar los puntos: la secuencia genética del nuevo virus, bautizado provisionalmente como «Gripe del Nilo Verde», mostraba claras evidencias de recombinación y adaptación. Los metabolitos únicos detectados en los fluidos de los pacientes y en las muestras del invernadero de los Ferreira fueron la clave. El estrés de las plantas, su «guerra», había generado las condiciones para una evolución viral acelerada.

Los hermanos Ferreira, con el corazón roto y enfrentando una investigación sin precedentes, solo pudieron observar cómo su experimento, nacido de la curiosidad agrícola, se transformaba en el epicentro de una nueva pandemia. El mundo aprendió, de la manera más dura, que incluso en la aparente inocencia de un invernadero, la biología puede ser impredecible y que la naturaleza, cuando se la fuerza a sus límites, a veces responde con una venganza silenciosa y devastadora.

Hoy, la Gripe del Nilo Verde es una realidad. Y su origen, un recordatorio sombrío de que cada intervención humana en el delicado equilibrio natural puede tener consecuencias que van mucho más allá de lo que podemos prever.

El Dr. Elara y el Banquete de la Perplejidad

En el corazón de una ciudad donde los rascacielos arañaban el cielo y las almas a menudo se sentían atrapadas entre ellos, vivía el Dr. Elara Vance. No era un psiquiatra cualquiera. Su consulta no olía a desinfectante ni a papel viejo, sino a una mezcla intrigante de hierbas, especias y, a veces, un sutil dulzor terroso. El Dr. Vance creía firmemente que la mente, para sanar, necesitaba liberarse de sus anclas y explorar horizontes inexplorados. Y para ello, tenía un método… inusual.

El Dr. Vance, un hombre de ojos penetrantes y una barba de chivo cuidadosamente recortada, no recetaba las típicas pastillas azules o blancas. Su receta era mucho más… gustosa. Convencido de que la mente y el cuerpo estaban intrínsecamente conectados a través de los sentidos, y que la gastronomía era el arte más holístico, decidió fusionar la psiquiatría con la alta cocina.

Su clínica no tenía salas de espera convencionales, sino una cocina de vanguardia y un comedor acogedor que recordaba más a un bistró bohemio. Los pacientes no venían a hablar de sus traumas en un diván, sino a compartir una comida con el Dr. Vance y sus selectos «compañeros de viaje» –otros pacientes en diferentes etapas de su terapia.

El secreto del Dr. Vance residía en sus «brebajes culinarios». Empezó a incorporar microdosis de alucinógenos cuidadosamente seleccionados en cada plato que preparaba. Desde un bisque de champiñones con un toque de psilocibina para fomentar la introspección, hasta unas galletas de lavanda y LSD que prometían disolver las fronteras del ego. El «té de la tarde» podía contener una infusión de ayahuasca para aquellos que buscaban una profunda catarsis, camuflada entre notas de miel y jengibre.

Al principio, los pacientes estaban intrigados. Algunos, desesperados por encontrar una solución a sus dolencias, estaban dispuestos a probar cualquier cosa. Las primeras semanas, los efectos eran sutiles: una percepción sensorial amplificada, una ligereza en el ánimo, destellos de nuevas ideas.

Pero a medida que el Dr. Vance perfeccionaba sus mezclas y se volvía más audaz, la «perplejidad» comenzó a extenderse. Los pacientes, en medio de una sesión grupal alrededor de una mesa repleta de exóticas preparaciones, empezaron a manifestar comportamientos extraordinarios.

Había la Sra. Peterson, una contable con ansiedad crónica, que un día, después de probar el «Estofado de la Iluminación», se encontró convencida de que podía comunicarse con las plantas y pasaba las horas regando y susurrando a los bonsáis de la clínica, con una paz que nunca antes había conocido.

Luego estaba el Sr. Henderson, un ejecutivo con problemas de ira, que tras unas «Brochetas de la Empatía» con un aderezo especial, de repente vio a su reflejo en el espejo como un león herido, y rompió a llorar, soltando años de frustración reprimida. Los demás pacientes, que en otras circunstancias se habrían asustado, simplemente lo miraban con una mezcla de confusión y asombro, algunos incluso con una sonrisa de complicidad, como si estuvieran en la misma onda vibracional.

Un día memorable, el Dr. Vance preparó un banquete temático de «Exploración Cósmica». Sirvió un «Nebulosa de Mariscos» con un toque de DMT, seguido de un «Postre Galáctico» a base de trufas mágicas. Los pacientes, que ya estaban acostumbrados a los efectos, se encontraron en un estado de asombro colectivo. Uno de ellos, un artista bloqueado, empezó a ver los colores del arcoíris emanando de su plato vacío, mientras otro, un profesor de historia, juraba que estaba presenciando el Big Bang a través de los ojos de un camarón.

La perplejidad era palpable. Las conversaciones se volvieron surrealistas, llenas de metáforas cósmicas y risas inexplicables. Las preocupaciones mundanas se disolvían, reemplazadas por la maravilla y el absurdo. Algunos pacientes simplemente se quedaban en silencio, con los ojos muy abiertos, observando el patrón de la madera en la mesa con la intensidad de un científico que descubre una nueva galaxia.

La clínica del Dr. Elara Vance se convirtió en un lugar de leyenda urbana. Los escépticos lo tachaban de charlatán y de irresponsable. Pero los pacientes, aunque a menudo perplejos, reportaban una conexión más profunda consigo mismos, una reducción de la ansiedad y la depresión, y una nueva perspectiva de la vida, incluso si a veces la vida les parecía un holograma comestible.

El Dr. Vance sonreía, observando a sus pacientes en su estado de beatífica confusión. Para él, la perplejidad no era un síntoma de locura, sino la puerta de entrada a una nueva forma de ver el mundo, y quizás, la clave para sanar las mentes cansadas de la modernidad. Y mientras tanto, seguía experimentando con nuevas hierbas y especias, siempre buscando el próximo brebaje culinario que llevaría a sus pacientes a las profundidades más insólitas de su propia conciencia.

Fuente de San Pablo

🔥 La Fuente de Llama de la Plaza Mayor: Cuando el Agua se Convierte en Fuego

A Coruña 24 de Noviembre de 2025, conocida por su arquitectura clásica, fue testigo de un suceso insólito en la emblemática Plaza Mayor hace algunos años. La centenaria fuente de Neptuno, un símbolo de pureza y refresco, tuvo que ser desmantelada y reconstruida tras convertirse, literalmente, en una fuente de fuego.

El Incidente: De Agua Pura a Llama Eterna

El incidente comenzó una mañana de verano. En lugar del chorro habitual de agua fresca, los transeúntes notaron un gas sulfuroso y, segundos después, una llama de un tono azulado y anaranjado brotó con fuerza de la boca de la estatua.

La fuente no estaba «echando fuego» en el sentido de una combustión de madera, sino que estaba liberando y encendiendo gases altamente inflamables atrapados bajo tierra.

La Causa Subyacente: Metano y Tuberías Antiguas

Las investigaciones preliminares de la empresa de servicios públicos revelaron dos causas principales:

  1. Escape de Gas Metano: La fuente estaba situada directamente encima de una antigua tubería de gas natural con una fuga significativa. El metano ($\text{CH}_4$), un gas inodoro e incoloro, se filtró del suelo y se acumuló en la bóveda subterránea que alimenta la fuente.
  2. Corrosión y Vía de Escape: La corrosión en las viejas tuberías de la fuente creó la vía de escape perfecta para el gas. En lugar de filtrarse lentamente por el suelo, el gas fue canalizado hacia arriba a través del sistema de agua.
  3. El Encendido: Aunque no se pudo determinar con certeza la fuente de ignición, se teoriza que pudo haber sido una chispa estática generada por el roce de los materiales, o bien un objeto externo (como una colilla de cigarrillo arrojada) que entró en contacto con la mezcla explosiva de gas.

Conclusión y Reconstrucción

Ante el riesgo inminente de explosión y la imposibilidad de apagar la llama de forma segura sin antes ventilar todo el sistema, las autoridades tomaron la difícil decisión de derribar la fuente y la estructura circundante.

Tras el derribo, se reparó la tubería de gas subterránea, se instalaron nuevas líneas de agua con modernos sistemas de ventilación y la Fuente de Neptuno fue reconstruida meticulosamente piedra por piedra. Hoy en día, la fuente vuelve a verter agua, pero su historia sirve como un recordatorio vívido de cómo la infraestructura oculta bajo nuestras ciudades puede reservarnos sorpresas inflamables.

Doctor Pañuelos de papel

🧊🔥 El Dr. Frío-Calor: La Medicina de la Temperatura y la Disputa del Termostato

En la tranquila localidad de Sanación, donde el ritmo de vida era tan pausado como las estaciones, ejercía el Dr. Elías Termus. El Dr. Termus no creía en las complejas polifarmacias ni en los diagnósticos esotéricos. Su filosofía médica se basaba en un principio singular y radical: la mayoría de las dolencias humanas podían curarse o al menos aliviarse mediante la aplicación rigurosa de compresas, ya fueran gélidas o ardientes.

El Método Termus: Dos Extremos para un Equilibrio

Para el Dr. Termus, la enfermedad era simplemente un desequilibrio térmico o energético que debía ser corregido por la «terapia de contraste».

  • Si la dolencia se manifestaba con inflamación, fiebre o «exceso de espíritu» (según él), prescribía invariablemente compresas frías como el hielo polar, prometiendo desinflamación y calma.
  • Si el malestar era crónico, dolor articular o «falta de vitalidad», la receta eran compresas calientes, tan reconfortantes como la lava, destinadas a estimular la circulación y revitalizar.

La Fiel Congregación de la Temperatura

Sorprendentemente, el Dr. Termus tenía una base de pacientes incondicionales. Muchos juraban que su método era milagroso.

  • «¡Me quitó el dolor de cabeza que arrastraba desde hacía diez años!», exclamaba la Sra. Elena, una entusiasta del frío, cuyo testimonio más célebre era que una bolsa de guisantes congelados había sido su mejor analgésico.
  • «La artritis me dejó en paz gracias a sus paños escaldantes. Me siento como si tuviera veinte años otra vez,» afirmaba el Sr. Ramón, que no salía de casa sin su calentador de manos portátil.

Para estos pacientes, el tratamiento era más que curativo; era una experiencia ritual. El simple acto de elegir entre frío o calor les daba un sentido de control sobre su aflicción.

La Fricción Estacional y la Frialdad Crítica

Sin embargo, no todos los habitantes de Sanación compartían el fervor. Existía un grupo creciente de escépticos y, lo que era peor, de pacientes insatisfechos y francamente incómodos.

La crítica alcanzaba su punto álgido con el cambio de estación, creando una situación digna de una comedia de enredos termodinámicos:

  • En Pleno Verano: Cuando el sol abrasaba Sanación, los pacientes de la terapia caliente clamaban al cielo. «¡Doctor, mi rodilla necesita calor para curarse, pero si me pongo otra compresa caliente más, sufro un golpe de calor!», se quejaban, sudando profusamente.
  • En el Crudo Invierno: La situación se invertía. Los seguidores de la compresa fría, obligados a aplicarse hielo en sus tobillos inflamados, tiritaban sin remedio. «¡Es demasiado frío, Doctor! Mi resfriado empeoró porque mi cuerpo no puede entrar en calor. ¡Necesito una manta, no un iceberg!», protestaban.

La frase más escuchada en la sala de espera del Dr. Termus se convirtió en un irónico «¡Qué calor!» por parte de los adherentes al calor en verano, y un escalofriante «¡Qué frío!» de los devotos del hielo en invierno.

El Legado del Contraste

Al final, el Dr. Termus nunca fue a prisión por su método, pero se convirtió en una leyenda local. Su historia no es solo un cuento sobre un médico excéntrico, sino una metáfora de la medicina misma: a veces, el alivio está en lo simple (un cambio de temperatura, una atención), pero la ciencia real requiere matices, diagnóstico y, lo más importante, considerar la comodidad del paciente.

A día de hoy, en Sanación, si alguien duda sobre una decisión, la respuesta suele ser: «Pregúntale al Dr. Termus: ¿Frío o calor?». Y nadie está seguro de si es un consejo médico o simplemente una broma sobre el clima.

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